El Profesor: Voluntad de voluntades
El Profesor era alto y delgado, siempre con su viejo sombrero
raído y polvoriento, bajo el que sobresalían cabellos sueltos y desordenados a
la altura de las sienes y la nuca, dejando caer sus alas sobre las orejas,
arrugadas por el peso.
Grandes surcos dibujaban facciones duras, pero elegantes y
sobre su nariz, bien colocadas, unas gafas grandes, rectangulares, de cristales
transparentes, dejaban ver tras ellas esos ojos penetrantes, esa mirada
escrutadora, inteligente, viva, que se mostraba joven en un viejo cuerpo. Sus
movimientos, siempre pausados y medidos eran escenario de una voz grave, suave,
cálida, íntima, que transmitía serenidad y paz. El profesor podía hablarte de
cualquier cosa, con conocimiento, con autoridad, pero con humilde y sabia
paciencia. Cada arruga de su cara expresaba mundos pasados, heridas perpetuas y
anhelos eternos. No dejaban de arquearse sus pobladas cejas entrecanas,
acentuando la profundidad de su mirar, cuando consentía que el asombro siguiera
sorprendiéndole. Respiraba con dificultad, dejando pasar entre sus finos labios
entreabiertos el aire cargado de la ciudad inhóspita. El Profesor, a pesar de
sus ochenta, vivía en la calle desde hacía cinco. Procuraba afeitarse siempre
que tenía ocasión y se lavaba las manos todos los días, incluso varias veces.
Hablaba constantemente, también sin hablar: sólo mirándote, te decía, te
contaba, te alertaba.
Llevaba siempre con él al Mudo, un hombre joven, de ojos
grises, grandes, de mirada triste, con barba poblada de cabellos claros y que
siempre cubría la cabeza con un gorro de lana negro calado hasta las cejas. A
pesar de su juventud había vivido siempre en la calle y no hablaba nunca,
aunque se entendía sin problemas con el Profesor que le relataba, con su
parsimonia acostumbrada, mil historias, mil vidas de gentes desconocidas y
misteriosas unas, conocidas y sorprendentes otras.
Había tardes, en verano, cuando es más fácil vivir al aire
libre, en que se reunían en el parque multitud de personas sin hogar, venían a
escuchar al Profesor, porque sosegaba su azaroso existir por unas horas,
llenaba sus mentes torturadas de historias increíbles que sucedían a personas
corrientes, suavizando algo su dolor, su soledad, su miedo. Y, además, les
trataba como a personas, educadamente, con respeto.
Tuve la suerte de encontrarme en el parque una de esas tardes
y, como soy curiosa por naturaleza, me acerqué al multicolor corrillo de
personas singulares y me asombró, lo primero, que yo no desentonaba, había
también otros que como yo se acercaban a escuchar.
El Profesor no hizo introducción alguna, sino que fue
enlazando una historia con otra y respondiendo a las preguntas que le hacían
sus oyentes con un nuevo relato a modo de respuesta.
Se hizo un largo silencio y, siendo que nadie preguntaba, el
Profesor continúo hablando así:
-Cuando vivía en casa, feliz con la familia, me asaltaba la
preocupación de enseñar a los míos los secretos más importantes que había
tenido la suerte de aprender en la vida. Sentía la necesidad de transmitir lo
conocido para no perder ni una gota de saber. Pero es difícil enseñar, y más
difícil conseguir que los más pequeños amen el conocimiento.
Un día vi a un viejo conocido sentado en una terraza y me
animé a tomar un café con él mientras charlábamos. Aquel hombre, viejo ya entonces, me contó una
historia difícil de creer, pero que me sirvió para comprender qué debía
enseñar, qué debía aprender para luego transmitir.
Me dijo que iba a relatarme un suceso extraño que marcó su
vida. Verás, dijo, estaba mirando a un individuo mientras apuraba mi taza de
café. En su mirada había un “no sé qué” ofensivo, irritante, desagradablemente
desafiante. Pensé que se le podría derramar el refresco sobre la cara al ir a
beber y me sentí mejor. Vi entonces que alguien se sentaba a mi mesa y, previo
un cariñoso saludo, entablamos animada conversación intrascendente. De pronto
dije - ¿has visto eso? El individuo había derramado su refresco sobre la cara,
escurriéndose sobre la ropa y manchándolo todo. Un camarero trataba de ayudarle
para secar con un trapo la camisa empapada. Entre sorprendido y disgustado se
levantó y se fue.
Entonces no le di importancia al suceso, pero fue esa la
primera vez que fui consciente de la habilidad descubierta. Supe entonces, como
sé ahora, que fui yo quien provocó que el vaso derramara su contenido a través
de la mente del individuo aquel. Aquello era sólo un reflejo nervioso a nivel
muscular y después, cuando decidí investigar hasta dónde llegaba la habilidad
que había descubierto en mí, empecé por retos sencillos y fui adentrándome más
y más, perfeccionando la técnica hasta conseguir asustarme, aterrorizarme a mí
mismo.
Probé la persistencia de la habilidad sin ejercerla
constantemente y al poco tiempo de abandonar el contacto directo, desaparecía
del todo. Intenté romper ciertas barreras, redoblando mis esfuerzos para, por
ejemplo, afectar a varias personas al mismo tiempo. Así, un día, logré que dos
se besaran apasionadamente en mitad del centro comercial. Nadie reparó en ello,
era algo absolutamente normal; pero sólo en apariencia, pues no eran sus
voluntades las que juntaron sus labios sino que fue una sola voluntad la que lo
hizo: la mía, mi voluntad.
Me senté en el metro, en un rincón, un rato y, según pasaba
la gente, hice que me echaran monedas en una gorra, pero sólo la cantidad
exacta que yo quería; paraban ante mí, metían la mano en su bolsillo o abrían
su bolso y extendían las monedas sobre ella, yo decidía cuánto y ellos las
tomaban con irresistible precisión y dejaban caer las monedas en la gorra.
Antes de lo que yo pensaba me surgió una necesidad
irrefrenable de contárselo a alguien. Necesitaba compartir ese secreto. Pero,
siempre que se lo contaba a alguien, sistemáticamente me trataba de loco. Hice
demostraciones irrefutables sobre la marcha y, aún así, no me creyeron. Era
realmente triste no poder compartir con nadie ni la habilidad, ni su
conocimiento.
Lo cierto es que no sólo podía manipular la voluntad de otros
o suplantarla totalmente, sino que también aprendí a leer los pensamientos de
los otros. Fue así como averigüé que, una vez yo suplantaba o manipulaba las
voluntades, las víctimas de mi habilidad no procesaban adecuadamente la
información y, una vez devuelta su libertad, se sentían confusos, pero no
recordaban absolutamente nada de lo que hubiera sucedido en el tiempo que
duraba el “juego”.
Pensé y medité mucho para determinar cuál fuera el uso más
razonable y provechoso que pudiera darle a esta facultad, que ya he perdido. Le
daba vueltas y más vueltas, consideraba las más absurdas y peregrinas posibilidades,
pero no me decidía por ninguna y, mientras tanto, seguía procesando, probando,
avanzando, profundizando en la habilidad.
Ocurrió que estuve enfermo, fui a ver al médico, sentí miedo
y mi miedo, que pudo con mi voluntad, dictó al médico un diagnóstico leve,
cuando la dolencia era muy grave y eso estuvo a punto de acabar con mi vida.
¿Cómo era posible que un poder tan enorme fuera dominado por mi parte
irracional, por mi miedo? Mi voluntad, que podía doblegar las voluntades de los
otros, era incapaz de defenderse del miedo.
De pronto, una nueva idea, se coló en mi cerebro: ¿y si mi
voluntad no era realmente mía? ¿Y si hay otra voluntad dominadora más fuerte
que mi voluntad, una voluntad que domina a las que yo domino sirviéndose de mí?
Ya no podía fiarme de mí mismo porque ¿cómo averiguar si era realmente yo, si
era mi voluntad la que actuaba en cada momento?
Y con esta idea se cerró el círculo perfecto del poder sobre
la voluntad. El día que amaneció y había perdido la habilidad, me sentí
aliviado y decidí dedicar el resto de mi vida a averiguar por qué hago lo que
hago y no hago otra cosa diferente.
El Profesor cerró los ojos unos momentos, respiró
profundamente, miró a su alrededor y sus oyentes, expectantes, entre los que me
incluía yo misma, esperando algo más, ese algo más que espera el que imagina,
el que sueña, el que va más allá de lo simple, le oímos decir:
-Fue sorprendente, sentir por un momento, que había otros
como yo que habían encontrado la habilidad, la voluntad de voluntades. Aquél hombre,
que me contó la historia, ya no recordará nada y yo seguiré soñando con
encontrar a alguien que conozca por qué hago lo que hago y no hago otra cosa.
Cuando me iba se me acercó el Mudo y puso entre mis manos un
papel sucio doblado en cuatro. Lo abrí y leí: “En verdad yo soy el Profesor”.
Levanté los ojos y ya no estaba.
Nicolás Vaquero Martín.
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